¡Arrepentíos!
El arrepentimiento inicial (y el arrepentimiento permanente)
son
requisitos fundamentales para entrar en el reino de Dios.
Sólo así el corazón
es permanentemente limpiado para que
pueda ver a Dios.
Lecturas: Mateo 3:1-2; 4:17; Romanos 1:18-32; 3:9-18;
Isaías 1:2-6
Creo que hoy necesitaremos mucho más que de costumbre el socorro del
Espíritu Santo para que esta palabra sea predicada y para que el corazón de
ustedes sea tocado, socorrido, alentado y –si es necesario–quebrantado por el
poder de la palabra de Dios.
El mismo mensaje
Llama la atención que, tanto Juan el Bautista como el Señor Jesucristo,
hayan comenzado su predicación exactamente con las mismas palabras.
«Arrepentíos». Este es un mensaje que con el paso de los años se ha ido perdiendo. En el día de hoy, no son muchos los
predicadores del evangelio que
predican el arrepentimiento.
Pareciera que es más fácil predicar otras cosas
más
agradables de oír: predicar acerca de las bendiciones
de Dios o de la
prosperidad que se puede hallar cuando un
hombre le cree al Señor.
Sin embargo, Juan y el Señor Jesús no pensaban de la misma manera.
Ellos
sabían que el mayor bien que se le podía hacer a la gente
era llamarlos al
arrepentimiento. Cuando el Señor envió a
los doce a predicar también les
encargó que predicasen el
arrepentimiento.Pedro, en Pentecostés, dijo a los
judíos:
«Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el
nombre de
Jesucristo para perdón de los pecados»
(Hechos 2:38).
Pablo, cuando estuvo en
el Areópago discutiendo con esos filósofos griegos -la élite de la
intelectualidad e su época-, tampoco
cambió su mensaje. Dijo: «Pero Dios ..ahora manda a
todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan»
(Hechos
17:30).
Los hombres tienen que arrepentirse.
¿Por qué arrepentirse?
¿Por qué es tan importante el arrepentimiento?
Arrepentirse no significa solamente derramar algunas lágrimas para
dar a
entender que nos duele lo que hicimos mal. No es sólo un acto
emotivo. La
palabra ‘arrepentíos’, en griego, significa un cambio en
el modo de pensar, a
lo cual debía seguir un cambio en el modo de
obrar. Por eso Juan el Bautista
llama a los fariseos a hacer
«frutos dignos de arrepentimiento». No sólo los
llamaba para que
se bautizaran y para que por medio de ese acto reconocieran
que
eran pecadores, sino que era necesario que después ellos
dieran frutos
dignos de arrepentimiento. Y el fruto tiene que ver
con la conducta, con el
actuar. De tal manera que la palabra
‘arrepentirse’, en castellano, no nos dice
todo lo que significaba
este arrepentirse cuando lo predicaba el Señor.
Hay cristianos que piensan que luego que han sido perdonados
de sus
pecados, y han sido restablecidos en su comunión con Dios,
ya no necesitan
arrepentirse más. Piensan que, como la cuenta
ya fue saldada en virtud del
poder de la sangre de Jesús, de ahora
en adelante los pecados que cometan son
limpiados
automáticamente. Pero no es así. Es necesario -vez tras vez-
un nuevo
acto de arrepentimiento y una nueva confesión.
Tal vez lo que más le convenga saber a un hijo de Dios es que
cada vez
que él peca entristece al Espíritu Santo. Y de ahí entonces
la explicación de
por qué las lágrimas de arrepentimiento suelen
ser tan profundas. Esas lágrimas
parece que surgen de las
entrañas. Hemos ofendido a Dios, hemos contristado su
Espíritu,
hemos afectado su santidad, su gloria, y también hemos afectado
el
cuerpo de Cristo, la iglesia.
Luego, el Señor dice: «... porque el reino de los cielos se ha
acercado».
La causa del arrepentimiento, lo que lo motiva, lo que lo provoca
debe ser la conciencia de que el reino de los cielos, que es santo, que
es
digno de la más alta dignidad, que es noble, de la más alta nobleza,
cuyo Rey
es el Justo, cuyo Rey es el Santo, ¡se ha acercado!
¿Cómo podríamos pretender participar de su reino sin un
reconocimiento
de nuestros pecados, sin un cambio? Todo lo impuro,
todo lo torcido, todo lo
pecaminoso debe ser reemplazado por nuevas
formas de pensar, de sentir y de
actuar. Dios no puede establecer su
reino sobre un corazón tenebroso,
pecaminoso, que concibe deseos
impuros y que -de hecho- lleva a cabo muchos de
ellos. Sería como
poner las bases del reino sobre un sepulcro blanqueado,
hermoso por
fuera, pero lleno de podredumbre por dentro.
Para su establecimiento, el reino de los cielos requiere de hombres
que
hayan reconocido su ruina, su pecaminosidad, su destitución,
su nulidad en sus
intentos para agradar a Dios. ¡Oh, hay muchos
cristianos que piensan que ellos
pueden agradar a Dios! ¡Hay
muchos cristianos que piensan todavía que en ellos
hay muchas cosas
buenas que le sirven a Dios! ¡Hay muchos cristianos que
todavía
piensan que sus buenas obras son agradables delante de Dios; que
sus
limosnas, que sus actos justos van a impresionar a Dios!
Así que, el arrepentimiento es una necesidad no sólo para los
pecadores que están sumidos en los más atroces pecados, sino
que también es una necesidad
para los cristianos que conocen
el poder de la sangre de Jesús.
No sólo
necesitan arrepentirse una vez, sino muchas veces,
permanentemente.
Un bautismo para arrepentimiento
El bautismo de Juan es conocido como el “bautismo de arrepentimiento”.
Su objetivo, como todo el ministerio de Juan, era preparar para el
Señor un
pueblo bien dispuesto. ¿Cómo podía ocurrir esto? Solamente
si el pueblo se
arrepentía. La dureza del corazón era muy grande.
Hacía cuatrocientos años que
no había profeta en Israel. Se había
perdido la luz de Dios, la lámpara se
había apagado, los corazones
estaban endurecidos, ¿cómo podrían ellos recibir
al Señor? Tuvo que
venir uno delante de él preparando el camino, diciendo:
«Arrepiéntanse, su modo de actuar es pecaminoso, su modo de pensar
es
intolerable para Dios».
¿Y cuál fue el efecto de la predicación de Juan? La Escritura dice que
los publicanos y las prostitutas recibieron su palabra y se arrepintieron.
Sin
embargo, aquellos otros, los religiosos, no se arrepintieron. Ellos
pensaron
que eran justos, que no necesitaban de arrepentimiento,
así que no se
bautizaron. Por eso el Señor Jesús después les hace esa
pregunta que no se
atrevieron a contestar: «El bautismo de Juan,
¿de dónde era? ¿Del cielo, o de
los hombres?» (Mateo 21:25). Si decían
que era del cielo, entonces el Señor les
diría: «¿Y por qué no se
arrepintieron?». Y si decían «de los hombres»,
entonces tendrían
que vérselas con el pueblo, porque el pueblo creía que Juan
era un
profeta de Dios.
Tenemos que decir algo muy claramente: Es imposible que el hombre
entre
en el reino de los cielos tal como está. Es imposible que un hombre
pecador,
que sólo ha nacido de sangre y de carne, pueda entrar en el
reino de los
cielos. La luz que brilla allá es tal, la santidad es tal,
que él ni sería
admitido allá, ni se sentiría a gusto allá. Huiría
avergonzado, porque su
conciencia estaría cargada. No podría
mirar al Señor. Es imposible que un
pecador le pueda mirar cara
a cara. Caería muerto, destruido.
El impío delante de Dios
¿Hay alguno que se considere justo? ¿Hay alguno que se considere
un buen
hombre, un buen vecino, un buen padre, un buen esposo,
y que, por tanto, esté
libre de los juicios de Dios? ¿Hay alguno que
jamás haya pecado, que no haya
concebido siquiera pensamiento
de iniquidad? En Romanos 1:18 al 32 se nos
muestra la condición
verdadera del hombre delante de Dios.
Allí se nos muestra que el hombre no sólo peca, sino que tiene la
desfachatez de cubrir su pecado con un poco de tierra, o de reírse
sobre él, y
en vez de advertir a otros para que no caigan en lo mismo,
se complace con los
que pecan igual que él.
Este es el hombre, esta es la condición ineludible, de la cual no hay
ni
uno que se exceptúe, cualquiera que sea su condición social,
educativa, racial,
o de cualquiera otra índole. Y el hombre no tiene
remedio, a menos que Dios lo
tome en sus manos y haga algo en su vida.
El hombre está atestado de pecado,
está impregnado de maldad.
Su mente y su corazón se inclinan de continuo al
mal. Hay
filosofías en este día que pretenden convencer al hombre de que él
tiene un trazo de bondad adentro, que lo puede cultivar y desarrollar,
y que
puede llegar a ser un pequeño dios. Y dicen: «En ti hay algo
bueno y algo malo.
Basta que tú cultives lo bueno y que aplaques
un poco lo malo». Sin embargo,
como una escritora dijo una vez:
«En todo hombre hay un potencial asesino».
Esto es verdad.
En todo hombre hay un potencial homicida, un potencial
violador.
Quienes piensan que el hombre tiene remedio, o que puede ser
perfeccionado, están profundamente equivocados. La educación
chilena tiene en
sus bases la idea de que el hombre es un ser
perfectible. ¿Gracias a la
educación, a los principios morales,
gracias a la biología, gracias a la
filosofía, a la ética va a ser
perfeccionado? Imposible. La sabiduría de Dios
dice que todos
los hombres son pecadores. «Porque no hay diferencia, por cuanto
todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios».
(Romanos 3:22-23).
Esta es la condición del hombre sin Dios.
El religioso ante Dios
Pero, ¿qué diremos del hombre religioso, el que tiene un sistema
de
culto, ciertos rituales que atender, ciertos mandamientos que
se enorgullece en
cumplir, que va los sábados o domingos a
un templo, que lleva su Biblia debajo
del brazo, que trata de cumplir
los mandamientos de Dios? ¿Diremos que está en
mejor condición?
Romanos 3:9, dice: «¿Qué, pues? ¿Somos nosotros mejores que ellos?
En
ninguna manera; pues ya hemos acusado a judíos y a gentiles,
que todos están
bajo pecado». No sólo los gentiles, sino también
los judíos, y los judíos son
los religiosos, los que tienen supuestamente
a Dios a su favor. Y desde el
versículo 10 en adelante está la descripción
detallada de lo que ellos
verdaderamente son. Esa es la condición
aun de aquellos que tienen el nombre de
Dios en los labios, de
aquellos que no se han acogido a la justicia de Dios,
que tienen sólo
una religión y que no tienen la verdad de Dios metida dentro de
su corazón. Todos han fallado, todos engañan, todos se apresuran
para el mal.
No tienen paz en su corazón. Piensan que mediante sus
buenas obras pueden
acallar el grito de la conciencia, o frenar la ira
de Dios.
Esas palabras del profeta antiguo, en Isaías 1:2-6, siguen sonando
muy
fuerte. Fueron dichas cn tanto dolor.¡Dios estaba tan entristecido!
: «Oíd,
cielos, y escucha tú, tierra; porque habla el Señor: Crié hijos,
y los
engrandecí, y ellos se rebelaron contra mí. El buey conoce a
su dueño, y el
asno el pesebre de su señor; Israel no entiende,
mi pueblo no tiene
conocimiento. ¡Oh gente pecadora, pueblo
cargado de maldad, generación de
malignos, hijos depravados!
... Toda cabeza está enferma, y todo corazón
doliente. Desde la
planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana, sino
herida,
hinchazón y podrida llaga; no están curadas ni vendadas ni
suavizadas
con aceite». ¿Podemos percibir el dramatismo de estas
palabras del Señor? Era
su propio pueblo, al cual él había sacado
de Egipto con brazo poderoso. ¡Y se
le habían convertido en hijos
depravados, en gente maligna!
La plomada
Es por eso que es necesario –para que se establezca en la tierra el
reino de los cielos– que los hombres procedan al arrepentimiento.
La ley de
Dios es como una plomada. Cuando los albañiles o los
carpinteros ponen una
plomada junto a un poste, ella de inmediato
deja al descubierto si está
torcido. Cuando la plomada de Dios cae
sobre la conducta de los hombres –de todos
los hombres–
queda en evidencia su pecaminosidad.
Hay algunos a quienes les gusta verse justos a sí mismos, y presumen
de
su justicia. Cierta vez le preguntaron al Señor Jesús sobre aquellos
galileos
que habían muerto aplastados por una torre. El Señor les dijo:
«¿Ustedes
piensan que ellos eran más culpables que ustedes?».
También le dijeron: «¿Sabes
de aquellos galileos cuya sangre
Pilato mezcló con los sacrificios de ellos?».
Y el Señor les dijo:
«¿Creen que ellos eran más pecadores que ustedes?». «Os digo:
No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente».
(Lucas 13:1-5).
Cuando ocurre una desgracia en algún lugar,
tendemos a pensar: «¡Cómo habrán
sido de pecadores aquéllos,
que cayeron bajo el juicio de Dios!». Pero todavía
resuenan muy
claras las palabras del Señor: «No, no eran más pecadores que
ustedes, y si ustedes no se arrepienten, perecerán igual que ellos».
Cuando no hay arrepentimiento
El arrepentimiento es una gracia de Dios. Cuando miramos la
Escritura,
vemos que no todos, lamentablemente, se
arrepintieron ni pudieron arrepentirse.
El discurso de Pablo en
Romanos 2:5 concluye con estas palabras: «Pero por tu
dureza
y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para
el día
de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios». ¿Qué estás
atesorando
para ti? ¿Qué estás acumulando para ti, pecador, y t
ambién tú, hijo de Dios?
¿Estás acumulando –con cada pecado
que cometes, con cada rebelión, con cada
desobediencia–, estás
acumulando ira para el día de la ira y de la revelación
del justo juicio
de Dios? ¡No pienses que escaparás! ¡Tus pecados te persiguen
y corren
más rápido que tú! Por tu dureza, por tu corazón no arrepentido,
acumulas juicio para el día del justo juicio de Dios.
¡Qué terrible es tener un corazón no arrepentido! En Apocalipsis
se nos
muestran los días de la gran tribulación, que van a venir
sobre el mundo. Caen
los juicios de Dios: plagas y más plagas.
Ocurren cosas tremendas en el cielo,
en la naturaleza, en los
hombres. Hay muertes por millares. Y dice la Escritura
que ni
aun así los hombres se arrepentirán. (9:20; 16:9). ¡Qué terrible
cosa es
la dureza de corazón!
En la Biblia encontramos a un personaje, hijo de uno de los antiguos
patriarcas, Esaú, que después de haber menospreciado su
primogenitura, él deseó
heredar la bendición, pero no tuvo
oportunidad para el arrepentimiento, aunque
lo procuró con
lágrimas. (Heb.12:17). A tal extremo llega la depravación,
la
dureza del corazón, que un profeta le puede estar diciendo
a un hombre, con
lágrimas en los ojos: «¡Arrepiéntete para que
no mueras; tu camino es
equivocado, tu fin es el despeñadero,
es el infierno, arrepiéntete!». Y él,
como si nada.
El Señor ministró en varias ciudades galileas. Corazín, por ejemplo,
o
Capernaum. Capernaum, especialmente, fue como su segunda
ciudad. Cuando lo
expulsaron de Nazaret, él se fue a Capernaum.
Allí hizo milagros, sanó
enfermos. Sin embargo, esa ciudad no se
arrepintió, y el Señor la recrimina por
eso. «Y tú, Capernaum, que
eres levantada hasta el cielo, hasta el Hades serás
abatida».
(Mateo 11:23). Eres honrada con que el Señor ande en tus calles,
con
que haga milagros en medio de ti, con que tengas el
privilegio de ver al Justo.
¡Capernaum, una ciudad insignificante
de Galilea, tuvo la honra más grande qe
ninguna ciudad de la tierra!
¡Capernaum, el Mesías estuvo en ti, durmió en tus
casas, caminó por
tus calles! ¡Pero tú no te arrepentiste! ¡Ay, Capernaum, no
conociste
el día de tu visitación!
Pero no sólo estas ciudades fueron reprendidas por el Señor. Toda su
generación también lo fue. A ellos les dice: «Los hombres de Nínive
se
levantarán en el juicio con esta generación, y la condenarán;
porque ellos se
arrepintieron a la predicación de Jonás, y he aquí
más que Jonás en este lugar”
(Mateo 12:41). Un profeta tan
contradictorio como Jonás fue creído en Nínive,
pero el Hijo del
Hombre fue ignorado por su propia generación.
Necesidad de arrepentimiento
Los cristianos que tienen un corazón puro, que están acostumbrados
a
mirar la santidad de Dios, se arrepienten rápidamente del más
mínimo pecado.
Porque su pureza es tal, que cualquier sombra de
pecado inmediatamente los
afecta, y ven la necesidad de arrepentirse.
Pero hay cristianos q pecan una y otra vez. Sus caminos son torcidos:
un pecado más no les importa. Su conciencia está cauterizada, y
llegan a pensar
que ser cristiano es eso: invocar el nombre de Dios
de labios y tener una
conducta totalmente discordante. Pecan y
no se les da nada. No tiemblan por dentro,
no temen los juicios
de Dios. No piensan que están entristeciendo al Espíritu.
¡Oh, el
Señor tenga misericordia de los tales!
Pero también hay otros que tienen todo un aparataje, una justicia
exterior. Pueden ser ministros en cualquier ambiente cristiano
que sea. Ellos
llevan una justicia exterior. Ellos oran muy
pausadamente, ellos caminan y
hablan de una manera especial,
llevan una vestidura especial; externamente son
muy justos y
muy santos. Pero, ¿cómo está su corazón? Dios mira el corazón:
la fuente
de la maldad del hombre es el corazón. De ahí manan
todos los pecados, todas
las injusticias, los adulterios, las
fornicaciones, los homicidios, las
envidias, las injurias, las
maledicencias. Todo se genera en el corazón no
arrepentido.
Es necesario que nos arrepintamos, para sacar ese pensamiento
de
pecado rápidamente, antes que se traduzca en hechos y dé a
luz la muerte.
¿Cuántas cosas deben cambiar en la vida de los cristianos?
¿Cuántas
cosas deben cambiar en su mente, en su conducta,
en su corazón? En el sermón
del monte, el Señor dijo:
«Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos
verán a Dios».
(Mateo 5:8). ¿Podemos decirlo nosotros? ¿Somos esa clase de
bienaventurados?
Las iglesias deben arrepentirse
En el libro de Apocalipsis encontramos que los mensajes a cinco
de las
siete iglesias contienen llamados al arrepentimiento de
parte del Señor. Sus
ojos como llamas de fuego observan sobre las
iglesias, y se pasea entre ellas.
El Señor conoce el corazón, y él juzga.
Yo no sé si podemos ver lo que significa que el Señor nos diga:
«Arrepiéntete». No es sólo la palabra de Dios, no es sólo la Biblia,
no es un
profeta. Y no es sólo lo que el Señor tenía que decirle
a la iglesia en Éfeso.
Es también para ti y para mí. Puede ser que
estés como la iglesia en Pérgamo,
admitiendo en tu corazón la
doctrina de los nicolaítas, y no la has aborrecido.
Puede ser que
estés admitiendo en tu corazón a una fornicaria como Jezabel, a
la
cual el Señor le ha dado tiempo para que se arrepienta, y no se
arrepiente.
Jezabel no se arrepintió. ¿Tampoco lo harás tú?
Hay un peligro en pecar sin recibir el castigo de inmediato.
El corazón,
en su torpeza, puede creer q se puede pecar impunemente.
Que un segundo
pecado no traerá tampoco una consecuencia. Que el
tercer pecado pasará como si
nada. ¿Qué significa eso, «que no
pase nada»? Significa simplemente esto: Que
el Señor te está dando
tiempo para que te arrepientas.
Este no es un mensaje agradable de oír. Pero tenemos necesidad
de
arrepentirnos. Procedamos a hacerlo, para que seamos perdonados
y «para que
vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio»
(Hechos 3:19).
Para que otros se arrepientan
¿Queremos ver la iglesia llena de gloria? ¿Queremos ver a los
pecadores convirtiéndose? Tenemos que arrepentirnos nosotros
primero. Este es el llamado,
es la advertencia de Dios en este tiempo.
¡Arrepiéntete!
Dice la palabra que hay una tristeza según Dios, que el Espíritu
Santo
produce en el corazón, y que es una tristeza buena,
porque produce
arrepentimiento. (2 Corintios 7:9-10). Por eso, al
comenzar esta palabra, dije
que necesitaba más que nunca el
socorro del Espíritu Santo, porque sólo el
Espíritu puede producir
arrepentimiento en el corazón. Nosotros podemos dar una
palabra, podemos abrir la Escritura, decir: «Esto es lo que dice
el Señor».
Pero, si el Espíritu Santo no trabaja en el corazón,
entonces no hay
arrepentimiento. Si el corazón está endurecido,
¡los pecados seguirán ocultos!
Hay una tristeza que es buena. Y es la tristeza por nuestros pecados,
por haber fallado tantas veces, por haber ofendido a Dios, por haber
resistido
su gloria, por haber impedido que él haga lo que tiene que
hacer. Nosotros
hemos estorbado a Dios... ¿Alguien puede decir:
«Nosotros hemos ayudado a Dios»?
¡No! Más bien debiéramos decir
esto: Hemos estorbado a Dios. Con nuestro
corazón no
arrepentido, con nuestra desfachatez para pecar, para sacudirnos,
y
decir: «Aquí no ha pasado nada». El Señor tenga misericordia
de todos nosotros
y nos conceda un corazón contrito y humillado
para arrepentirnos de verdad.
El trabajo del Espíritu Santo
No sé lo que el Espíritu Santo estará hablando a tu corazón. Pero,
seguramente, tú estás oyendo su voz. Tienes que renunciar, tienes que
arrepentirte, tienes que llorar tus pecados, tienes que volverte al
Señor.
Aunque seas cristiano, y te reúnas todos los domingos, y lleves
la Biblia
debajo del brazo, déjame preguntarte ¿cuánto hace que no
lloras delante del
Señor? ¿Cuánto hace que le has estado echando la
culpa de todo lo que te
acontece a los demás? Eres un perfecto juez de
otros, pero no te has visto a ti
mismo. ¡Oh, Espíritu Santo, muestra
ahora la condición de cada corazón delante
de Dios!
Así, en el silencio, en el recogimiento, Dios nos puede hablar. Pídele
perdón al Señor, ahí donde estás. Tal vez a algunos les baste con eso.
Menciona
ese pecado, allí en lo secreto de tu corazón. Ese pecado
que te avergüenza,
menciónalo delante de Dios, y dile: «Estoy
arrepentido, te he ofendido con este
pecado. He mancillado tu nombre,
he contristado a tu Espíritu». Si has hecho
así, debes saber que la
sangre de Jesús está disponible para ti. Pero recuerda
que
arrepentirse no es sólo una emoción, es tomar una decisión de cambio
en el
corazón.